CamareraSilvia, a sus cuarenta y muchos años, ronca como pocas. Cada noche se desploma en la cama con el amargo sabor de no poder gobernar su vida, atada a todo tipo de complicaciones familiares y laborales.  Dos hijos, separada y unida a la vida con el tesón de los aventureros, siempre tiene un momento para sí, justo antes de que el sueño la venza, y sueña siempre con algo mejor. Por eso ronca: por soñar.

Silvia atiende en una cafetería del centro de la ciudad, perteneciente a una franquicia que ha conquistado medio mundo y que espera hacerse con todo él en menos que canta un gallo. Dedica el tiempo a atender a los clientes, limpiar el establecimiento, ordenar, sonreír, apresurarse, cobrar, reponer, revisar el escaparate, saludar, actualizar precios, llegar puntual, mejorar algunos detalles, adaptar su horario y, en definitiva, a hacer su trabajo lo mejor que sabe. Los clientes coinciden en un hecho: cuando Silvia trabaja parece estar tarareando una canción que la moviliza de una manera armoniosa por todo el recinto. Todas las personas desean ser atendidas por ella. Silvia endulza desayuno, merienda y tentempié.

Su trabajo tiene un desequilibrio descorazonador entre el valor de su tiempo y el de su retribución: le pagan 4,25 euros a la hora, lo mismo que el precio de una hora de estacionamiento en un parking de Barcelona, por poner un ejemplo. El despreciable precio de su sueldo no varía por sonreír más o menos, o por limpiar con más o menos ganas, por apresurarse o despreocuparse, por reponer o deponer, por mejorar o empeorar o por dejar la música en su casa y andar por allí de forma impersonal y distante. Ese es el precio que le pagan debido a eso que llaman “el precio a pagar”. La crisis, la necesidad de achicar gastos, retienen su sueldo.

En la empresa en la que trabaja anunciaron cambios en la manera de tratar a la personas. Desde ahora, les dijeron, son lo más importante, son, agárrense, el capital humano de la empresa, el valor en alza y el factor diferenciador con respecto a los competidores. Les han dicho que es importante su opinión, que van a trabajar en un entorno participativo y de trabajo en equipo, que es importante sus necesidades formativas y el desarrollo de su carrera, que la innovación tiene que colarse por todos los poros, que el cliente es nuestra razón de ser, que la cadena de valor es fundamental para la fidelización, que el talento es un bien que se va a cuidar y cosas así. Cuando fueron anunciadas estas palabras en el evento anual de la empresa, todas las personas se miraron reconfortadas.

Al escuchar aquel discurso, imaginó su empresa como una compañía de danza clásica revoloteando por el escenario bajo la atenta mirada de un público entregado a sus movimientos. En el tragaluz de sus sueños sintió que estaba en el lugar adecuado y que su sueldo iría creciendo hasta hacerse mayor, como sus hijos. Cada vez que ve un anuncio publicitario de su empresa tuerce el cuello y sonríe.

Han pasado ya más de dos años de aquel episodio atontador. Silvia sigue cobrando 4,25 euros al mes y no ha vuelto a ver en persona a los que, dicen, son los dueños de la franquicia. Recibió algún curso de atención al cliente y otras charlas para encaminar con éxito las fechas de mayor afluencia. El negocio va bien. Sin embargo, su día a día sigue en los mismos términos, con unos hijos que crecen y una capacidad de aferrarse a la vida cada día más notable y necesaria. El paso del tiempo la coloca cada vez en una posición más vulnerable. Malos tiempos para la lírica, que decía la canción.

Silvia es sólo el retrato literario de una realidad que hiela el corazón y que afecta a millones de personas.  Las empresas están construyendo un discurso en torno al valor de las personas que en nada condice con el verdadero valor de su esfuerzo: 4,25 euros a la hora es una forma de esclavitud en la era global, en el corazón del primer mundo y en el epicentro de los negocios comandados por algunos de los clientes que Silvia atiende y endulza en el desayuno, en la merienda o en el tentempié.

Silvia sigue soñando con algo mejor. Por eso ronca: por soñar.