Desde muy pequeños cada cual se entrega a la vida y batalla en ella garabateando letra a letra, renglón a renglón, el diccionario que llevamos en el bolsillo lateral del inconsciente. Es, por así decirlo, el primer libro de autoayuda, un manuscrito de nuestro puño y letra que comenzamos a redactar antes incluso de aprender a escribir. En el proceso de crecimiento, desde la lontananza autobiográfica, la forma, sonoridad y significado de las palabras se argamasan hasta que estos tres ingredientes se consolidan titubeantes en una única y esclarecedora realidad. Cuando la forma y el sonido de una palabra entran en contacto con su significado en el mortero de la conciencia individual la mezcla se endurece formando un conglomerado que la pátina del uso robustece, y muchas de esas palabras toman un matiz afectivo que agranda o enmudece en función de lo que acontece en el bis a bis con la experiencia, ese contacto íntimo e intransferible que cada persona y su entorno afrontan en el lecho de sus avatares.

Esta mezcla, además, aun siendo dinámica no es reversible. Una vez arraiga, queda y apenas admite retoques salvo que, como he dicho, la experiencia la haga saltar por los aires. Desde que la palabra mesa es mesa dejó de optar para siempre a la posibilidad de ser silla, y si mesa se escribe con eme, e, ese y a, no hay tu tía para colarle otra letra o enmendar la plana. Siguiendo con el ejemplo, mesa no puede volver a las andadas y disolverse en sus ingredientes originarios como si de un grupo de amigos desavenidos se tratará y arrinconar en el olvido que su forma, sonido y significado vivieron una esplendorosa amistad en los reinos de la sociolingüística. Fusionada la tríada se anula toda posibilidad de ser ninguna otra cosa, y si bien este proceso clarifica y facilita la comprensión e interacción con el mundo en ese vínculo íntimo entre el individuo y el imponente universo que le asedia, impide, salvo si se recurre al auxilio de la metáfora, el epíteto o el alcohol, que una palabra que refiere a una cosa sea otra bien distinta a partir de ese instante y para siempre, o al menos durante un tiempo considerable. Y si nos lleva esta diatriba a Perogrullo, asomado al balcón consistorial de esta ubicua localidad anunciaría que el resultado de esa mezcla es siempre diferente en cada ser humano y que toda conversación llega a ser igual y perfectamente la misma para quienes participan en ella sólo, y ante todo, de chiripa.

No se puede desgranar o disolver la molienda así como así. Dos de los elementos de esta mezcla, la forma y el sonido (que en la infancia asoman temblorosas con la ortografía inacabada y la voz en ciernes), son semejantes para todos, pero cada persona, en el proceso de elaboración de su arsenal lingüístico, incorpora su particular impronta afectiva, evaluativa e inspiradora convirtiendo cada palabra de su diccionario en algo único por mucho que en apariencia parezcamos hablar de lo mismo con lo mismo. Este malentendido se agranda con aquellas palabras que, como he dicho, nombran lo intangible, lo opinable y vaporoso, lo incorpóreo, lo que sólo existe si se nombra, lo que carece de forma concreta o permite moldearla hasta la extravagancia, agregando detalles y destellos únicos que hacen que esa palabra sea algo diferente en cada uno, como no es lo mismo un salón que aun siendo el mismo nadie decora igual. Las palabras tienen no sólo un significado sino una singularidad intransferibles. Lo que cada palabra significa o dice sólo uno mismo lo sabe, y no del todo. En definitiva, las palabras, iguales en su apariencia, significan lo que cada cual agrega a ese inevitable diálogo de sordos. Somos propietarios de nuestro lenguaje como lo somos de un terruño, de una casa o de un sueño. Todos con las mismas palabras y todas con sentidos distintos. ¡Bienvenidos a la fiesta! Y cuando estas palabras se ordenan, se suman y encadenan para construir y expresar ideas en el baile de una frase la cosa se complica hasta el punto de que la fiesta deviene en carnaval y, a la postre, en aquelarre.