mandela

 

Si ven por la calle a un hombre trajeado y con un matamoscas en la mano, ese soy yo. Necesito deshacerme, a golpes si procede, de tanta palabrería que revolotea por el mundo del trabajo. Cada vez que me hablan, por ejemplo, de liderazgo, escucho en realidad aumentada el zumbido de un escuadrón de dípteros merodeando mi pinturero cuerpo.

Palabra fetiche y marca blanca de las peripecias profesionales, el liderazgo es un producto que ha entrado en decadencia por mucho que la sigan manteando, y se vende a precio de ganga en cualquier conferencia, jornada, red social o taller formativo de cientos de consultorías que todavía no han actualizado su repertorio en lo que a mandar y ser mandado se refiere.

A las empresas les ha dado desde hace un par de décadas por atestar el lugar con esta eufonía. Creemos que dulcificando el lenguaje domesticamos la actividad a la que refiere. No digo que el lenguaje no moldee los acontecimientos, por supuesto, pero a veces hay que zarandear sin remilgos los acontecimientos para que se adapten de una vez al lenguaje que los viste.

La invasión de este concepto ha llegado a tal extremo que aquella empresa que no cuenta con un plan de liderazgo está más anticuada que los ceniceros de avión y se arriesga a salir en los papeles de Cutreleaks. Como ya indiqué en un artículo anterior, al jefe de un equipo de electricistas le taladran los oídos para que acepte su liderazgo a lo Mandela y le aúpan al estrellato como el mesías del team de los chispas. Y lo que tiene que hacer esa persona no es otra cosa que hacer que las cosas ocurran, que no es poca cosa, pero tampoco se le pide que vaya con todo su equipo desde el trabajo hasta Zihuatanejo a lo moonwalk de Michel Jackson y con los ojos vendados.

Liderazgo se confunde a sabiendas con Dirección. Y también con Gerencia y con A ver si mueven el trasero los de tu equipo o con ¡Ya es hora de que arreen! Al fin y al cabo, todas las palabras que nos hablan de conseguir cosas a través de otras descienden del cabeza de familia de este linaje mandón: el jefe. Lo que pretendo con este artículo es llamar a las cosas por su nombre (como si fuera fácil hacerlo, pero en fin), dejar la palabra líder para lo que es, y al resto para lo que son.

Dirigir significa hacer que las cosas ocurran; Liderar, sin embargo, significa hacer que las cosas cambien. Empecemos por la primera. Se puede dirigir bien y se puede dirigir mal. En este caso, el rango puede ser independiente del rendimiento: una persona no deja necesariamente de ser directora por muy mal que ejerza su cargo. Sin embargo, una persona que lidera mal deja de ser líder al instante por mucho que mantenga el título en su tarjeta de presentación. Y aquí está la paradoja: ser un mal líder no es un hecho, ni siquiera una realidad, sino un oxímoron.

Por supuesto que hay muchos profesionales que hacen que las cosas cambien, pero el cambio viene insertado en el interior del proceso o del proyecto a realizar: si hacen eso, las cosas mejoran porque en el eso viene insertado el cambio. Pero cuando hablamos de liderar, hablamos de cambiar a través de lo que el líder aporta a ese proceso de cambio. Es decir, no es lo mismo aplicar un plan de mejora que mejorar el plan. Y aquí radica su valor.

Si liderar es hacer que las cosas cambien, la diferencia con dirigir se agranda cuando toca discernir entre las dos direcciones que toma el viento que azuza el liderazgo: o bien el líder utiliza al gentío para cumplir los propios objetivos o bien encabeza los designios de esa misma gente para darles cumplimiento. Es evidente que el mundo de las empresas pertenece a la primera de las versiones por mucho que tratemos de presentarlo con hechuras de la segunda. Sin embargo, ambas acepciones quedan maniatadas en una única y omnipresente palabra eufónica y triunfal: liderar. Tremendo.

Finalmente traigo a colación el tercer ingrediente de este cóctel, la verdadera mosca cojonera de las empresas, la ética, que es la que nos permite completar el perfil de lo que realmente es liderar: cambiar las cosas en la dirección que la gente anhela y que aporta un bien a la sociedad. Para todo lo demás debiéramos inventar nuevas palabras. Yo tengo algunas. Ya llegará el momento de compartirlas.

Mientras tanto, seguiré llevando el matamoscas al trabajo para enfrentarme a un escuadrón armado con matamoscas de última generación que protegen la polisemia insostenible de liderazgo golpeando en el trasero de sus empleados para dirigir sus pasos en la dirección de los negocios y tratando de ahuyentar con ese artilugio el desagradable vuelo de la ética en los asuntos de empresa.