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En verano me atiborré en internet de frases que el resto de las estaciones soy incapaz de retener. Son frases abducidas por el optimismo, píldoras energéticas para un ego agónico que remonta una y otra vez el viaje inabarcable de la vida digital.

Estas frases, propiedad de la barra brava de la vida, atestan las redes sociales. Nos animan a perseverar, nos empujan al empeño, idolatran el tesón, incordian la conciencia, erizan la piel, arrancan lágrimas, revuelcan corazones y, por arte de magia, acaban revolcándote en la autocomplacencia. Sin excepción te dejan quieto en el lugar donde estás sentado aunque momentáneamente remuevas el culo, aprietes los dientes, clames al cielo, le des al me gusta o lo compartas con tus amistades, seguidores e internautas anónimos de tu enredada red social.

Las frases bonitas no invitan a pensar, simplemente reafirman tus convicciones, o las evoca. Son frases, no ideas. No despiertan la curiosidad, sino el ego. Desconoces en ocasiones el recorrido experiencial que llevó a alguien a resumir su peripecia con esa floritura. El autor nos lega la frase, no el periplo, de modo que tenemos libertad para conectarla con nuestra biografía y vincular mágica y catárticamente el universo virtual con tu realidad doméstica. Parecen dirigidas a ti, sólo a ti. Eres la persona elegida. Sólo tú conectas con la esencia de la frase.

Para que esas frases acaparen la actualidad conviene otorgarles autoría de relumbrón, dueño patanegra, darlas en adopción a personas de reconocido prestigio, esa enfermedad de la fama que redobla el valor de lo dicho en función del dueño de lo dicho. Cuatro personajes acaparan el copyright furtivo de las frases prozac: Einstein, Gates, Churchill y Ghandi. Y más recientemente, Amancio Ortega.

Vayamos ahora a las empresas y veamos qué acontece. Hay en ellas tantos gurús que apenas queda sitio para los empleados. Debieran vivir todos en Gurulandia, el silicon valley de la mercadotecnia. En las organizaciones hay farmacopea verbal a raudales. El mundo de las empresas se ha convertido en un espectáculo donde las frases redondas son el elenco de bailarinas que acompañan al vidente que nos salvará aparentemente del caos organizativo. Liderazgo, trabajo en equipo, éxito, talento, tesón, autoestima, bondad, honestidad, innovación y, últimamente, resiliencia son algunas de las palabras que componen el bocabulario  organizacional, es decir, el bulario que inunda la boca de los profesionales de miles de empresas, dando igual si defraudan, malversan, mienten, fabrican balas o destruyen la única mitad que le queda al medio ambiente.

He localizado 850.192 frases en un solo golpe de ratón. Leerlas todas deprime, la combinación de algunas de ellas aturde, y cuando te da por descontextualizarlas descubres que el líder de la Yihad también podría transmitirlas a sus seguidores sin contradicción alguna entre la arenga y los actos que inspira.

Tanta palabrería en las empresas da qué pensar. Pareciera que estamos todo el día a un tris de rendirnos y que esas frases mantienen momentáneamente nuestra autoestima profesional en un nivel rentable para los negocios.

A lo largo de un año son muchas las frases que nos acompañarán en las empresas y en la vida, y todas ellas se olvidarán sin remisión. Todo cansa, todo se desgasta, menos la realidad, que sigue ahí desafiándonos como un forajido del far west y ante quien nos quedamos sin munición verbal, sin alivio moral con el que disparar o posponer el duelo con ese inmortal.

No me gustan las frases bonitas. Y menos en las empresas. Petardos efímeros de un fuego de artificio. Entre un plan estratégico y una sarta de frases, me quedo con el plan. Y no hay frase más certera que poder decir cada mañana a tus colegas “buenos días”, “egun on”.