Me apasiona el mundo de las organizaciones, soy un friki del bullicio profesional, aunque sin llegar al extremo de tatuarme el nombre de ninguna empresa, el rostro de ningún gurú ni el logo de ninguna marca. Mi cuerpo queda al margen de mis aficiones. Y esa pasión se ha visto recompensada con creces porque he tenido el privilegio de poder asumir responsabilidades de cierto nivel, y siempre digo que lo único que realmente cambia cuando accedes a mayores cotas de responsabilidad es el tipo de conversación en el que participas y el tipo de decisiones que te permiten tomar. Todo lo demás es pose, economía y frivolidad social. Pero también es una oportunidad para codearse con profesionales de aúpa que pululan por las alturas jerárquicas, donde se abre un mundo al margen del mundo. Si bien la mayoría de las personas que uno encuentra por ahí son personas normales y corrientes, en no pocas ocasiones topas con gente que por mucho que te esfuerces no entiendes cómo llegaron hasta allí, de modo que el primer aprendizaje es de enorme humildad: llegar allí no significa nada.
Diversas investigaciones demuestran que muchos de los test y las pruebas que actualmente se les pasa a los candidatos a puestos directivos en las empresas son técnicas utilizadas tradicionalmente en la detección de diferentes trastornos del comportamiento y de la personalidad, pruebas a las que son sometidos los aspirantes no para descartar cualquier anomalía sino para todo lo contario: seleccionarlos. La anomalía convertida en talento.
Tanto el “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” (Diagnostic and Statistical Manual of mental Disorders – DSM-), de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, como el CIE-10 (Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y problemas relacionados con la Salud), recomendado por la OMS (Organización Mundial de la Salud) describen el detalle de varios trastornos que los rigores del mercado parecen recomendar en posiciones de cierta envergadura. La conducta antisocial, el trastorno narcisista, el trastorno obsesivo-compulsivo, la psicopatía, etc. parecen desplegar comportamientos que el contexto de la competitividad los transforma no sólo en adecuados sino en deseables y determinantes para el éxito en los negocios. Se produce el mismo efecto que el criminal que sacia su vicio, y oculta su trastorno asesino, marchando a la guerra: cambiando el escenario cambia la percepción y valoración de la conducta desplegada. De asesino a héroe con solo cambiar localización y decorado. Lo mismo ocurre en las organizaciones, donde los comportamientos extremos son cada día más demandados por su excepcional capacidad para aguantar las condiciones más adversas y hostiles.
Por otro lado, la intensidad del trastorno del comportamiento o de la personalidad no debe superar un cierto límite, justo aquel en el que el comportamiento desplegado por el candidato se regula todavía en base al principio de la racionalidad y el control. Las organizaciones necesitan narcisistas, psicópatas y antisociales que sepan contener por sí mismas, sobre todo en público, sus propio desórdenes poniéndolos siempre en favor de los negocios.
He conocido unas cuantas personas así, y no descarto que yo pueda ser una de ellas. Esta realidad, cada vez más presente en el mundo empresarial a medida que la complejidad de los negocios aumenta, puede tener varias lecturas: la apocalíptica, que anuncia el asalto de todo tipo de demente a la cúpula de las empresas; la hipócrita, que llama talento a estos figuras; la solidaria, que aplaude la integración laboral de personas con riesgo de exclusión; la optimista, que no duda de que es una moda pasajera y que la mayor parte de la gente es normal; y la realista, que explica perfectamente la lógica de la relación entre la naturaleza de los negocios y los comportamientos requeridos para alcanzar los resultados.
El mundo de los negocios del siglo XXI, y aquí viene la versión friki, es decir, la mía, tiene vida propia, es un ser de dimensiones descomunales que hemos creado y que se alimenta de nosotros. El negocio no nos da de comer, sino que somos su alimento.